AELECOMUNICACION

Comunicación y notas.

martes, noviembre 20, 2007

La mesa 9

La mesa 9 estaba reservada desde hacía veinte días.
Puntualmente fueron llegando los invitados, hasta completarla.
Ninguna regla escrita lo había establecido, pero la cabecera vacía tenía su plato y sus cubiertos dispuestos sin ocupante.
El clásico bodegón de barrio estaba repleto, incluso las personas eran conocidas o de algún modo sonaban familiares a todos.
Como siempre desde hacía varios años, los propietarios del lugar habían ofrecido un menú fijo muy atractivo, a buen precio y con bebida libre. Y cada vez era más difundido el prestigio de la cocina, con importantes porciones y generosos sabores, tanto que las reservas se agotaban pronto, pocos días después de que colgaran el cartel a la entrada.
Los De la Cruz ya eran clientes habitués del lugar, siempre con alguna buena ocasión para celebrar: la comunión de la niña menor, el cumpleaños del tío, la graduación del sobrino, o simplemente un domingo de familia.
Cada vez que se reunían, los propietarios se deshacían en honores y, serviciales, los ubicaban en el mejor sector cerca del patio cervecero y del fresco que desde allí entraba.
Como eran buenos clientes, los hombre solían llevarse algún tinto de regalo, o el postre iba por cuenta de la casa.
Esa noche era especial.
La Nochebuena los reunía nuevamente y muy predispuestos a divertirse. Aunque faltaba uno de ellos, que estaba de viaje, la familia no sintió la ausencia y comenzó la cena.
Comieron como nunca de todas las exquisiteces que se les ofrecían. El vino era delicioso, por lo que también bebían mucho y pronto empezó a notarse que el clima se volvía muy distendido y jocoso. Mientras los niños empezaban a impacientarse por los regalos, se entretenían tirando bolitas de miga de pan. Primero entre ellos y luego contra otras mesas. Los adultos, en cambio, comenzaban a recordar sucesos que los descostillaban de la risa, cada vez más sonora y descontrolada. Las copas, siempre llenas, alimentaban ese espíritu navideño que poco a poco se iba perdiendo entre los desaliños que ya se notaban. El bullicio del salón era importante, la Cena de Navidad había convocado a mucha gente que ya no guardaba reverencias ni formalidades en un lugar tan cómodo y amigable.
En las demás mesas pasaba algo similar, los niños se descontrolaban ya corriendo por el parque del fondo, los adultos hablaban y reían cada vez más fuerte, y los ancianos se dedicaban a masticar todo lo que podían, olvidando las dietas y prohibiciones médicas que los mantenían a salvo aún.
En un momento, faltaba como media hora para el brindis, la borrachera era tan evidente, que muchos de ellos se recostaban sobre sus antebrazos para intentar reponerse, mientras otros comenzaban a recordar otras épocas y a entonar villancicos obsenos.
De mesa en mesa hacían concurso de cantos, de eructos, de risotadas, de brindis y de homenajes.
Así llegaron las doce, los niños desesperados abriendo paquetes propios y ajenos, los adultos sosteniéndose entre sí y chocando copas de distintos colores, abrazándose con todo el que quisiera y deseándose quién sabe cuántas cosas.
En medio de todo eso, el que faltaba llegó del viaje de improvisto para todos y sin avisar.
Al verlo, la octogenaria que estaba en la mesa nueve se levantó y, entre lágrimas, comenzó a caminar hacia él con los brazos tendidos y la sonrisa gioconda.
Jesús De la Cruz se abrió paso entre ellos, la abrazó fuerte y se sumó a la fiesta.

martes, noviembre 21, 2006

Complaciente
La mañana estaba despejada y brillante. El calor pastoso del día anterior no se había retirado en toda la noche. El cuerpo, pegajoso de sudor, rechazaba las sábanas de lino blancas de la posada.
Se levantó a correr las cortinas para descansar un rato mas. El paisaje del otro lado del ventanal era una invitación al goce, que la tomó por la espalda en el momento en que se inclinó para mirar entre las delgadas maderas de la celosía. La mano que la sujetó fuerte a la altura del ombligo la estremeció. Una pierna separó sus muslos con firmeza mientras sentía rodar las gotas desde las axilas hacia la pelvis. Un beso húmedo en el cuello ácido la erizó por completo, al punto de aflojar sus músculos en un instante y rendirse.
La celebración del primer año de casados en un parador rústico de Buzios fue un regalo de su marido la noche anterior al vuelo. Emocionada por el viaje inminente, no pudo más que maldecirlo por la falta de tiempo para organizar el equipaje.
El lugar elegido tenía las comodidades ofrecidas en el folleto de promoción. Sólo la falta de aire acondicionado en las habitaciones podía ser motivo de disgusto en esa época del año. Decidieron pasarla por alto y disfrutar los cuatro días programados.
El conserje cerró la puerta del cuarto en el mismo instante en que Daniel rozó con sus dedos el hueco en el medio del pecho de Silvana, sin despegarle la mirada. Ella estaba ruborizada, atenta a las indicaciones del empleado que sonreía en complicidad con la situación.
Cuarenta minutos después se asomaron a la terraza que daba al mar.
Frente a ellos, tras las frondosas hojas que irrumpían desde todos los ángulos, la playa. El aroma intenso a tierra, a frutas, a selva proponía un afrodisíaco natural para el festejo. Bajaron por la escalinata de troncos, humedecidos por la regadera automática que intentaba refrescar el pasto de la recepción.
Descalzos como estaban, cubiertos por los trajes de baño y con una pequeña carterita en la mano de Silvana, caminaron abrazados por un rato. Se sentaron a almorzar en la barra que la posada tenía en la playa.
No dejaban de mirarse. Por debajo de la mesa, Daniel pasaba la punta de su pié por la entrepierna de su mujer, que permanecía quieta, entregada.
El encargado del parador se acercó a conversar. Los invitó con cachaça y frutos de mar recién sacados mientras les daba la bienvenida y se sentó al lado de la mujer.
Daniel acercó la bandeja a su esposa. Le dedicó una sonrisa leve y la sostuvo mientras ella demoraba en servirse. Ardía.
Cuando terminó de tragar esa gran bola pastosa sintió que comenzaba a transpirar de forma repentina y con olor. La previa de ese miedo fue en el momento de masticar los caparazones rosados y resistentes que crujían, expandiendo su carne blanda y amarga, aderezada con la acidez del limón. Odiaba los camarones, le daban impresión. Pero él seguía insistiendo que no había nada más sexy que verla comerlos.
Hacia el fin de la tarde se desató una tormenta tropical muy intensa. Corrieron los cincuenta metros que los separaban de la posada, pero al llegar Silvana se volvió unos pasos y levantó su cara. Los brazos en cruz, las palmas apuntando al cielo.
Permaneció unos minutos así, hasta que Daniel la llamó desde el ventanal de la habitación. Desnudo, excitado, urgido por su presencia.
Dos horas duró el diluvio. A las diez de la noche ya estaban vestidos para salir a cenar.
Sobre la cama, restos de un vestido ridículo hecho con gasa brillante.
Los tres días siguientes fueron iguales: camarones, asco, tormenta, placer, diluvio, sometimientos, más asco.
El bolso de mano estaba pesado. En el aeropuerto de Río de Janeiro se dejó manosear por su marido con el disimulo de siempre. Le dedicó un suspiro cuando la sentó sobre su miembro en el mullido sillón bajo del salón de preembarque.
En el baño intercambió sus ropas con una empleada de limpieza. Se maquilló exagerada, recogió su cabello y se ocultó tras los lentes comprados minutos antes en el freeshop.
Se asomó para confirmar que el camino estaba despejado.
Tomó aire y salió, derecha, en dirección contraria a donde la esperaba Daniel.
Al llegar al primer pasillo dejó escapar una lágrima. Detuvo su marcha y lloró, ahora si a libre caudal. Reposó su cuerpo contra una pared y se calmó, despacio.
Reinició su marcha.
Divisó a su marido, que se había levantado y parecía inquieto. Apuró el paso.
Al llegar a su lado, se sacó los lentes. Le dejó entrever su cuerpo desnudo bajo el uniforme ajeno y lo invitó a seguirla con una mueca.
Tenían media hora más antes de abordar el avión de regreso.

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miércoles, agosto 30, 2006

AZAR

La propuesta era, como siempre, de lo mas estúpida y previsible.
Nos encontraríamos a las ocho en lo de Eduardo, tomaríamos unas cervezas, a las nueve estaba citado Daniel. La reserva en el restaurante era para las 22 horas. Sabíamos de antemano el menú: entrada de fiambres, lomo mechado con guarnición y helado. La bebida era libre.
Partimos en cuatro autos, disfraz mediante de la consabida mujer ligera con medias de red y corsé rojo. Suerte para mi, el tanque de gas ocupa medio baúl, además de las innumerables cosas que guardo desde siempre allí dentro.
...............................................................................................................................................
- Este matambre es de cuarta.
- ¿Qué querés por dieciocho pesos?
- No se, bondiola aunque sea.
Las luces se apagaron, y un foco potente apuntaba a una esquina del salón. Una gran gorda con peluca irrumpió en el escenario. Era un hombre. Recitaba de forma muy graciosa una sarta de chistes desopilantes acerca de su condición, y al rato estábamos todos disfrutando del show, de su vestido de seda y su maquillaje exagerado.
El lomo tenía mejor aspecto que el plato anterior, y por momentos me sentía muy a gusto en un lugar repleto de gente que se divertía.
Los homenajeados fueron subiendo de a uno a la tarima, el animador se lucía con las ocurrencias y ellos contaban cuándo se casaban, cuántos años cumplían, de quién se habían divorciado. Luego participaron de un juego poco original en estos casos: el desfile de modelos. El premio era una caja de preservativos.
Mientras servían el postre seguí con la mirada a una mujer castaña.
Iría al baño, supuse.
Decidí partir tras ella y me paré.
El foco blanco, más potente ahora, bañó mi camisa. Me encegueció, me interpeló, me dejó desnudo de excusas ante la gran gorda, que corrió desde el escenario a tomar mi mano y arrastrarme con ella hasta esa cima. Lo único que escuchaba eran risas. Fuertes, burladas, carcajadas desprejuiciadas. Provenían de todos los rincones. La mesa de mis amigos parecía una jaula de hienas.
Comenzó a sonar una música lenta, conocida.
La gorda me apretó contra ella y, micrófono mediante, me cantaba a los gritos una canción de Pimpinela.
Transpiré, imposté una risa falsa. Quise acompañarla en la canción de letra ridícula, pero era peor.
Bajé del escenario en medio de aplausos y gritos.
Ya en la mesa, me acerqué a Horacio y le susurré al oído una puteada para descargarme.
La mujer castaña fijó la vista en mi al bajar las escaleras.
Sonreía.El show había terminado.

martes, agosto 29, 2006

Azar

La propuesta era, como siempre, de lo mas estúpida y previsible.
Nos encontraríamos a las ocho en lo de Eduardo, tomaríamos unas cervezas, a las nueve estaba citado Daniel. La reserva en el restaurante era para las 22 horas. Sabíamos de antemano el menú: entrada de fiambres, lomo mechado con guarnición y helado. La bebida era libre.
Partimos en cuatro autos, disfraz mediante de la consabida mujer ligera con medias de red y corsé rojo. Suerte para mi, el tanque de gas ocupa medio baúl, además de las innumerables cosas que guardo desde siempre allí dentro.
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- Este matambre es de cuarta.
- ¿Qué querés por dieciocho pesos?
- No se, bondiola aunque sea.
Las luces se apagaron, y un foco potente apuntaba a una esquina del salón. Una gran gorda con peluca irrumpió en el escenario. Era un hombre. Recitaba de forma muy graciosa una sarta de chistes desopilantes acerca de su condición, y al rato estábamos todos disfrutando del show, de su vestido de seda y su maquillaje exagerado.
El lomo tenía mejor aspecto que el plato anterior, y por momentos me sentía muy a gusto en un lugar repleto de gente que se divertía.
Los homenajeados fueron subiendo de a uno a la tarima, el animador se lucía con las ocurrencias y ellos contaban cuándo se casaban, cuántos años cumplían, de quién se habían divorciado. Luego participaron de un juego poco original en estos casos: el desfile de modelos. El premio era una caja de preservativos.
Mientras servían el postre seguí con la mirada a una mujer castaña.
Iría al baño, supuse.
Decidí partir tras ella y me paré.
El foco blanco, más potente ahora, bañó mi camisa. Me encegueció, me interpeló, me dejó desnudo de excusas ante la gran gorda, que corrió desde el escenario a tomar mi mano y arrastrarme con ella hasta esa cima. Lo único que escuchaba eran risas. Fuertes, burladas, carcajadas desprejuiciadas. Provenían de todos los rincones. La mesa de mis amigos parecía una jaula de hienas.
Comenzó a sonar una música lenta, conocida.
La gorda me apretó contra ella y, micrófono mediante, me cantaba a los gritos una canción de Pimpinela.
Transpiré, imposté una risa falsa. Quise acompañarla en la canción de letra ridícula, pero era peor.
Bajé del escenario en medio de aplausos y gritos.
Ya en la mesa, me acerqué a Horacio y le susurré al oído una puteada para descargarme.
La mujer castaña fijó la vista en mi al bajar las escaleras.
Sonreía.
El show había terminado.

Billete extra

La toalla húmeda verde clarito, alguna vez verde manzana, secó la gota rodante que venía en bajada por el pómulo cuando Mabel corría el cierre del bolso azul. Medianito el bolso, pero que prolijo guardaba, además de la toalla, la ropa, la botellita de agua mineral llena con agua de la canilla, el monedero, la fotocopia del documento y las llaves. Y un folletín de la Iglesia Jesús Mi Padre Bueno que le habían entregado la noche anterior cuando estuvo en el oficio. Habían pasado más de cuarenta minutos de su hora de salida del trabajo, pero la Señora se había retrasado un poco y Mabel tuvo que esperarla. Sabía de memoria los horarios del tren, y ya había perdido tres después del que tomaba siempre para volver a casa. Por suerte pudo avisar a su casa, para que no se preocuparan los chicos. Gabrielita, la más grande, quedó encargada de que sus hermanos hicieran la tarea de la escuela. La estación estaba repleta, y este horario parecía mucho más complicado que el de siempre para abordar los vagones. Eran ya las seis menos cuarto y el andén parecía explotar. Paciencia, como siempre. Las puertas del tren se apiñaron de gente en segundos, y Mabel quedó abajo sin poder trepar a la montaña humana. Otro tren más que se le iba. La señora le había dado cinco pesos más por la hora extra y estaba contenta. Faltaban quince minutos para el próximo arribo, y pensó en aprovechar el ratito comprando algunas cosas en la despensa, pero corría el riesgo de retrasarse y desistió. Se dio cuenta que tenía hambre cuando un hombre pasó con un alfajor en su mano, y movió la cabeza como espantando ideas. De a poco la gente se multiplicaba a su lado y ella trataba de distraerse. Miraba los zapatos, las bolsas, las caras. Cada vez menos lugar entre las personas. Vio el gran reloj que pendía de la pared. Tenía tiempo. Metió su mano en el bolso y tanteó el monederito. Sacó el billete extra y se acercó al puesto. Dudaba mucho mientras su voz, como ajena, pedía un choripán. Se le hinchaba la nariz mientras levantaba una tapa para ponerle chimichurri. Poquito – pensó, y pidió una coca. Tres pesos menos. Se dio vuelta para tomar posición. La multitud se había esfumado, y ella seguía con los ojos el rastro humeante del tren. Miró otra vez a su alrededor: un banco vacío, cómodo, testigo y cómplice de este lujo inesperado.

Billete extra

La toalla húmeda verde clarito, alguna vez verde manzana, secó la gota rodante que venía en bajada por el pómulo cuando Mabel corría el cierre del bolso azul. Medianito el bolso, pero que prolijo guardaba, además de la toalla, la ropa, la botellita de agua mineral llena con agua de la canilla, el monedero, la fotocopia del documento y las llaves. Y un folletín de la Iglesia Jesús Mi Padre Bueno que le habían entregado la noche anterior cuando estuvo en el oficio. Habían pasado más de cuarenta minutos de su hora de salida del trabajo, pero la Señora se había retrasado un poco y Mabel tuvo que esperarla. Sabía de memoria los horarios del tren, y ya había perdido tres después del que tomaba siempre para volver a casa. Por suerte pudo avisar a su casa, para que no se preocuparan los chicos. Gabrielita, la más grande, quedó encargada de que sus hermanos hicieran la tarea de la escuela. La estación estaba repleta, y este horario parecía mucho más complicado que el de siempre para abordar los vagones. Eran ya las seis menos cuarto y el andén parecía explotar. Paciencia, como siempre. Las puertas del tren se apiñaron de gente en segundos, y Mabel quedó abajo sin poder trepar a la montaña humana. Otro tren más que se le iba. La señora le había dado cinco pesos más por la hora extra y estaba contenta. Faltaban quince minutos para el próximo arribo, y pensó en aprovechar el ratito comprando algunas cosas en la despensa, pero corría el riesgo de retrasarse y desistió. Se dio cuenta que tenía hambre cuando un hombre pasó con un alfajor en su mano, y movió la cabeza como espantando ideas. De a poco la gente se multiplicaba a su lado y ella trataba de distraerse. Miraba los zapatos, las bolsas, las caras. Cada vez menos lugar entre las personas. Vio el gran reloj que pendía de la pared. Tenía tiempo. Metió su mano en el bolso y tanteó el monederito. Sacó el billete extra y se acercó al puesto. Dudaba mucho mientras su voz, como ajena, pedía un choripán. Se le hinchaba la nariz mientras levantaba una tapa para ponerle chimichurri. Poquito – pensó, y pidió una coca. Tres pesos menos. Se dio vuelta para tomar posición. La multitud se había esfumado, y ella seguía con los ojos el rastro humeante del tren. Miró otra vez a su alrededor: un banco vacío, cómodo, testigo y cómplice de este lujo inesperado.

martes, abril 11, 2006

30 años - Retiro (in)voluntario

Retiro (in)voluntario

Siempre conservo la costumbre de levantarme a las cinco de la mañana.
Aunque la actividad que desarrollo a esta edad no es la misma que antes, el despertar cuando todavía no clarea me da cierta sensación de intimidad que no deseo compartir. Nunca lo hice.
Con los primeros timbres de mi reloj paso por el baño y cierro con cuidado la puerta de la habitación. Mi mujer duerme, y aunque a veces abra un ojo lo hace sólo para desearme buenos días y darse vuelta en la cama.
El ritual es sistemático: apenas entro a la cocina en penumbras descorro las cortinas para dejar paso a la vista que me ofrece el gran ventanal que ocupa toda la pared del frente; me calzo la bata de abrigo sobre el pijama largo, pongo a calentar el café y sirvo mi bandeja de desayuno completo. Luego acomodo mi silla frente a la mesita donde mi mujer todos los días apoya la maceta, la misma que yo corro para desayunar mirando hacia fuera. Cuando el café está listo me siento y observo. Todas las mañanas lo mismo.
Como a esa hora todavía no han repartido los periódicos, prendo mi radio portátil y la dejo sobre la bandeja, con el volumen bajo, en alguna estación de AM zonal. No más que música clásica, salvo algunas interrupciones con reportes de último momento, pero que a esta hora son escasos.
Mi casa está sobre la Avenida Costanera, justo frente a uno de los miradores más concurridos por los turistas, en una zona muy bonita de la ciudad. Todo lo que desde allí se admira es de un verde tan intenso y variado que siempre se escucha a algún extraño comentando acerca de sus vocaciones de pintor. La verdad es que sería muy difícil reproducir la belleza de las barrancas cubiertas de plantas y pastos diversos, con las arboledas que despliegan explosiones de matices en islotes de bosques que se van haciendo cada vez más espaciados hasta llegar a la ribera de un río tan ancho como entreverado.
Es una casa amplia, en dos plantas, con la entrada sobre un pequeño parquecito que forma una loma, como anticipando la caída que desde allí se proyecta hacia las barrancas. La compramos hace mas de veinte años, cuando paseábamos un fin de semana largo en plan de mini turismo, y nos enamoramos de la zona. Fueron muchos los motivos que nos encantaron desde el mismo momento en que aspiramos el aire limpio del lugar, tan diferente a la ciudad cosmopolita y frenética a la que estábamos acostumbrados. La imposición de la naturaleza en cada rincón, que parece aún hoy retener a fuerza de la resistencia las invasiones de lo moderno. Y aunque se nota cada vez más cómo se van colando las modas y los indicadores del consumo, sobre todo por la tecnología instalada a cada paso, hay una sensación de pertenencia a pueblo que se erige como estandarte de esta forma de vida. Lo interesante del cambio que hicimos es que nunca nos sentimos extraños en el lugar. Desde el primer momento acompasamos nuestras actividades y nuestra forma de vida al ritmo propio del pueblo, y casi de manera automática nuestras memorias dejaron atrás los cuarenta años vividos entre bocinas y corridas, entre compromisos impostergables y horarios estipulados, para dar paso a la nueva forma, que sin duda nos sentó muy bien.
Mis actividades sufrieron el cambio de manera paulatina, y lo que en principio eran dos o tres viajes semanales a la ciudad para cumplir con compromisos contraídos, se fueron espaciando para establecernos ya en forma definitiva y viajar solo por cuestiones placenteras o de visita. En este proceso pudimos mantener la cordura tanto como nos fue posible, porque para dos personas típicas de ciudad el movimiento se nos mostró gratificante, pero con las dificultades propias de un traslado semejante.

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El silencio era su alimento en los últimos tiempos. El silencio y la soledad. El ámbito cuidadosamente forjado donde desplegar su cuerpo atlético ya venido a menos por los años, que aún seguía cultivando con rigor.
La penumbra era elegida como compañera muda de sus no-pensamientos, como la testigo y cómplice de la purificación impuesta en el atardecer de la vida.
No cabían palabras en esa atmósfera, y al no haberlas tampoco estaban la confrontaciones.
Era un estado ideal para quien, como él, había trasladado todo en un camión de mudanzas desde la ciudad, y se construía a si mismo en una nueva identidad.
Una pose serena y oculta, sólo amenazada por esa amargabilis trepadora y latente en vida propia que día a día le muerde las paredes internas con caninos ensangrentados en busca de más y más.
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En la soledad de mi desayuno no pienso.
Es una práctica que adquirí con gran esfuerzo, pero que a fuerza de constancia logré consolidar. Mi objetivo es disfrutar de ese tiempo para, con simpleza, observar.
Y ese ventanal inmenso que da marco al tiempo a solas colabora conmigo en esa tarea. No mezquina en silencios, en primeros piares, en azules que varían a verdes mientras termino mi primera taza, en tenues incursiones de iluminación solar a medida que se van despidiendo de a uno los clásicos faroles de hierro que adornan la barranca.
No miro la hora en el reloj, me basta con que aparezca pedaleando por el extremo izquierdo del marco de madera, allí abajo en la calle anterior al río, rápido y liviano, sin peso todavía en el gran canasto de mimbre que lleva adelante, el pibe que ayuda al panadero en los repartos de la mañana. Sucede un rato después de sentarme, ni bien termino de acomodar mi servilleta en la falda. Creo que silba, pero no estoy seguro. No me llega el sonido, sobre todo porque el ventanal es fijo y grueso.
Luego, ni los perros.
Apenas algún pájaro. Se irán despabilando de a uno, como con permiso del anterior.
Por un rato, el silencio y basta. Hasta que de lejos llega el motor del auto de un vecino que sale para el campo, a diario, y al pasar frente a mi casa apenas separa la mano derecha del volante y me saluda, inclinando a su vez la cabeza gentil y sonriente. No se cómo me descubrió en la oscuridad del ventanal, sin veladores ni tubos que me anuncien, pero desde hace dos o tres años sabe que estoy sentado a su paso. Es un compañero en las madrugadas, el trabajador que sale muy temprano, sigiloso y cordial. Otro espacio sin movimientos, hasta los primeros clareos, que traen de a uno a los muchachos y muchachas que salen a correr para ejercitarse, a los mayores que caminan, serios y reconcentrados, a paso apurado y de equipo deportivo, versión acorde a su edad de la misma gimnasia. Ya faltan minutos para las siete, y el día está instalado en mi gran pantalla. Los transeúntes ya me avistan, me saludan, me conocen. Y yo a ellos. El pueblo-ciudad tiene esas ventajas, todos sabemos quién es el que camina a nuestro lado, y quién el de la vereda de enfrente.
De ahí en más la mañana ya es vorágine. Los guardapolvos blancos y los vecinos que pasean a sus perros.
Ya mi mujer está a mi lado, sirviendo una taza de café para ella y otra para mí. Compartimos ahora la mesa y el diario, siempre tomo primero el suplemento deportivo.

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Las noticias suceden en el mundo exterior a estas cuatro paredes. El papel de diario es mi contacto con los hombres, por eso lo toco, le paso mi palma como acariciándolo. Toco la cara de los personajes de sus fotos, huelo la tinta que se impregna en el aire.
Leo absolutamente todo lo que sale publicado, hasta los avisos de quiebra y los remates judiciales. Y lo hago con gran fruición. Creo que no hay noticia o novedad de la cual no esté enterado.

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El uniforme de gala está colgado, impecable, en un extremo del vestidor. Protegido por una funda de lino blanca, almidonada y prolija, duerme pendiente de la misma percha desde hace muchos años.
Cada tanto, mi mujer le pide a la empleada que lo saque, lo ventile y lo planche al vapor.
Cuando lo veo desplegado en la mesada del lavadero me acerco, lo toco, lo apoyo sobre mi pecho, que se hincha y me yergue en un acto inconsciente. Lo único que no pude hacer nunca es acercarlo a mi cara para olerlo como hace uno con los objetos de afecto. Olerlo no.
Los últimos días me dediqué a tocarlo.
Mientras buscaba la ropa para ponerme luego de la ducha, levantaba la funda a escondidas y lo tocaba. Acariciaba la hilera de botones en cada puño y los miraba. Como si cada grabado en ellos me trajera una historia diferente.
Al menor ruido en la casa, abandonaba la tarea sin dejar rastros y seguía con mi vestuario del día, de todos los días: el pantalón deportivo, la remera blanca, las medias y las zapatillas de cuero, también blancas.
Bajo las escaleras, atravieso el jardín del fondo y entro al pequeño gimnasio que instaló mi hijo en el quincho. Nunca dejaré de agradecerle ese gesto, aunque se haga el desentendido y me reitere que es algo sin importancia. En ese lugar puedo estar hasta cerca del mediodía en compañía de mi música favorita y los ejercicios diarios.

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Rafael es nuestro único hijo. Dios así lo quiso.
Guié sus pasos hasta donde me fue posible. Luego siguió solo su camino, y hoy es un hombre respetable, indiscutido padre y buen esposo. Y mi gran orgullo.
El Liceo Militar lo formó en su temple, y luego obtuvo el título de Contador.
Su casamiento con Mercedes fue como lo soñamos siempre, y el nacimiento de Benjamín la gran bendición para la familia.

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Hay entretenimientos y obligaciones, pero he logrado imponerme las segundas sobre las otras. La rutina es mi mejor forma de mantener sano el equilibrio. Tantas veces intenté el "no hacer nada" aunque fuera por un rato, pero resultó imposible. No logro perderme en esos enormes sillones, ni entre las plantas, ni siquiera en la cama.
Cuando me abandono un instante las calderas de mi estómago se avivan, se ensanchan, me devuelven el último trago. Y surge ese olor que sólo yo percibo. Transpiran mis manos. La nuca tiende a endurecerse. Maldigo por dentro.
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Ansioso, Benjamín me había faxeado la misma invitación que tres días después llegó por correo.
Su padre llamó por teléfono, y con la voz llena de orgullo avisó que vendrían en el fin de semana.
El encuentro fue emotivo para todos. Mi hijo sonreía con nervios.
Benjamín, firme, casi dos metros, respetuoso, dejó asomar la inundación en sus ojos. La misma que yo contuve cuando, fundido en el abrazo con mi nieto, lo felicité por su primer escalafón apretándolo contra mi pecho.
Con un guiño, le tendí la mano y le entregué un estuche de terciopelo azul con el logotipo de las Fuerzas bordado en oro.
Adentro, mi regalo.
La medalla de mi graduación, diciembre de 1958.
Afuera el guardia de turno, un muchachito de veinte años, cumplía con su tarea.
El arresto domiciliario permitía las visitas de los familiares.

Excluído.

El hombre huele mal.
A decir verdad, muy mal.
Su pierna izquierda está llena de escaras desde la pantorrilla hasta el tobillo.
Al menos alguien se apiadó de él los últimos días y le aplicó un vendaje limpio.
Sentado en el umbral de Godoy Cruz y Güemes, con una muleta grasosa pero resistente a su lado, ve pasar las horas desde hace años.
Enfrente, en el costado del gran portón de los ferrocarriles, tiene su asqueroso y confortable colchón, la pila de diarios, latas, botellas y pertenencias. Es su casa.
Hay días en que saluda amable, y otros grita en un terrible estado, mezcla de alcohol y resignación patológica.
No sé su nombre, pero cualquiera le cabe bien.
Sólo imaginar uno y bautizarlo.
Conoce a cada comerciante, servidor, vecino; y todos lo conocen a él.
Lo saludan, lo esquivan, lo alimentan, lo eluden...
Diez años desde que transité por primera vez estas calles, los mismos años de su intemperie desoladora. Tal vez más.
Políticas sociales que aparecen como infografías. Números de resultado, ecuaciones que no lo incluyen.
Un baño, una porción de comida. Un reparo ante la inclemencia de este tiempo, que pasa de largo ante este Argento.
Uno más de nosotros, en versión borde-del-abismo al que nos asomamos todos los días, hasta terminar sentados a su lado el día que nos invite sin tanta cordialidad.